martes, 18 de noviembre de 2008

Quien quiera escribir que se ponga en camino

Ayer me fui a desayunar con ella. Tiene la mirada triste de quien ha descubierto que contar algo, si sale de dentro, da poca satisfacciones y muchos quebraderos de cabeza. Me pedía consejo. Qué cosas -pensaba yo. Y en la conversación, hablando de su prosa poética y los muchos puntos y aparte, salió la maravillosa forma que tiene de describir paisajes, lugares y momentos. Su manera de explicar se transforma en un manantial de palabras conectadas de un modo arrollador. Entonces me habló de eso, sí, de eso que, estoy segura, muchos escritores o aspirantes han sufrido en carne propia: no ser profeta en tu tierra. La sonrisa displicente del amigo filólogo cuando te pregunta ¿que tú escribes? El consejo de tu madre que te dice "primero está la casa, tus hijos y tu marido". La indiferencia de aquél, la sorna del otro. Sin haberte leído, sin saber siquiera de qué les estás hablando. Tú, la que jugaba en la calle a la comba y no llevaba gafas. La pequeña, el último mono de una familia demasiado ocupada en no entenderse a pesar del cariño. Tú eres la cuñada poco interesante, la que trabaja en secretaría, la vecina del tercero...

Su madre no pasó de la segunda página y él cree que a nadie le interesará leer "eso". Y, sin saberlo, se están perdiendo de leer unos párrafos gloriosos que forman parte de su propia historia y que, si dejaran a un lado los estúpidos prejuicios, podrían resultarles mucho más interesantes que cualquier cosa que quisiera decirles Ruiz Zafón, Pérez Reverte o el mismísimo Cervantes desde sus lejanos reinos.

Un escritor necesita cómplices, seres que vivan a su alrededor para darle historias, alguien que le ayude a encontrar el tiempo para poder escribir. Y, sobre todo, aquél que cogerá de sus temblorosas manos el recién terminado texto. Sin prejuicios. Sin afanes. Tan sólo el lector y su libro, porque cada obra a la que se pone un punto y final es obra nueva a la luz de otros ojos.

Sí Mafalda, no me mires así.

sábado, 8 de noviembre de 2008

En busca de la infelicidad

Me preguntaba ayer en una conversación por teléfono por qué la vida se empeñaba en ser tan dura con ella. La frase ¿qué he hecho yo para merecer esto? está tan vacía de contenido que cuando la escucho mi cerebro se queda en blanco.

Pertenece a un tipo de persona muy peculiar y extraña. Mujeres y hombres que forman parte de un entorno "normal", cotidiano, quiero decir, tienen familia y amigos a su alrededor, su proyecto de vida es el típico de la sociedad a la que pertenecen, o sea: casarse y tener hijos, una profesión en la que "crecer". Sin entrar en detalles personales e íntimos, lo más determinante de estas personas a las que me refiero es su interés visceral y permanente por ser infelices. No importa lo que ocurra a su alrededor, ni importa tampoco quiénes sean sus interlocutores. Tampoco importa lo mucho que te preocupes por ayudarles, ni lo que sufras por ellos. No importa, porque son inmunes a los demás, viven dentro de su propio yo, pendientes permanentemente de sí mismos. Son el yo, mí, me, conmigo. Buscando respuestas trascendentales para preguntas que se resuelven con un simple acto de fe. La fe de creer que uno mismo es capaz de tomar la decisiones correctas que le llevaran, si no a la felicidad, sí al bienestar y la paz interior. Estas personas, no sólo no quieren ser felices, tampoco soportan la felicidad en aquellos a quienes ven sus ojos. Todos sus recuerdos son amargos, todas sus experiencias están dirigidas por un ser cruel y dañino que ha buscado durante años hacerles daño de mil y un modo distintos. Todo el mundo a su alrededor es egoísta y desagradecido, ¡con todo lo que yo he hecho por ellos! Y, sobre todo, nadie comprende su sufrimiento.

Hace años alguien me dijo que en el mundo hay dos tipos de personas, las que te dan energía, que estando a tu lado te producen un efecto vitalizante, ganas de vivir, de hacer cosas. Y las que te la quitan, se la quedan ellos, te dejan cansado, sin ganas de nada, tu entorno se vuelve gris y de pronto el mero hecho de existir se convierte en un sin sentido. El problema de estas personas es que son hijas, hermanos, amigas, esposos y madres, y los que comparten espacio vital con ellas son atraídos a una espiral destructiva con un poder de atracción para el que no han inventado aún un nombre.

Buscar la propia infelicidad es una ardua tarea que consume demasiada energía, hacer siempre aquellas cosas que sólo te provocarán sufrimiento. Querer a quien no te quiere, despreciar a quien te quiere, menospreciar a quien le importas, quejarte, quejarte, quejarte...

Puedes irte, alejarte de esas personas, pero cuando vuelves a encontrarte con ellas te invade la misma sensación y el mismo sentimiento de angustia vital que antes te producían. Te consumen el alma, absorben tus ganas de vivir.

Y vuelve aquella tristeza.

Y después el alivio de sentirse lejos.


Fórmula de la felicidad según Eduardo Punset
(El viaje a la felicidad - Ediciones Destino)


FACTORES SIGNIFICATIVOS
E= Emoción al comienzo y final del proyecto.
M= Mantenimiento y atención al detalle.
B= Disfrute de la búsqueda y la expectativa.
P= Relaciones Personales.

FACTORES REDUCTORES DEL NIVEL DE FELICIDAD (R)
Ausencia de Desaprendizaje.
Recurso a la memoria Grupal.
Interferencia con los procesos automatizados.
Predominio del miedo.


CARGA HEREDADA (C)
Mutaciones lesivas.
Desgaste y envejecimiento.
Ejercicio Abyecto del Poder Político.
Estrés imaginado.