jueves, 6 de octubre de 2016

Al otro lado del espejo

     No deja de sorprenderme como los seres humanos vivimos imbuidos por nuestra propia realidad. Asisto con bastante asiduidad a reuniones familiares en las que todos los participantes se limitan a hablar de su vida haciendo interrupciones, más o menos educadas, para que los demás crean que están dialogando, y siguiendo después el hilo de su propio monólogo. 

     No es extraño encontrarte con alguien a quién hace tiempo que no ves y darte cuenta de que no le interesa lo más mínimo lo que te ha ocurrido en ese tiempo, pero en cambio está muy interesado en que tú sepas lo que le ha ocurrido a él. Todo. Sin escatimar detalles.

   La manifestación social más abrumadora de esto se puede encontrar en Facebook, Twitter o Instagram donde la mayoría de personas se limitan a dejar su impronta sin importarles lo más mínimo lo que cuentan los demás. 

     Yo observo perpleja y me pregunto si no son conscientes de todo lo que se están perdiendo al vivir centrados en sí mismos. Un día tras otro revisando sus propias vidas sin que les interese lo más mínimo cómo viven o piensan los demás. 

     Quizá es mi esencia de escritora la que ha hecho que siempre me sienta más interesada en lo que me puedan aportar otros, que en lo que ya sé. Tengo el enorme defecto de que me gusta escuchar. Me interesa lo que los demás me cuentan, me gusta aprender de aquellos que hacen las cosas de un modo diferente a como las hago yo. A mí ya me conozco demasiado.

     No tendré tiempo de vivir todas las vidas que desearía vivir, estudiar todo lo que querría saber, experimentar sensaciones que no estoy capacitada para sentir. Por eso me interesan los otros seres humanos que caminan por las arenas del tiempo conmigo.

     Nadie aprende nada repitiéndose una y otra vez todas sus penas, sus desgracias, sus fracasos. Nadie relata su auténtica vida, si no una serie imperfecta de recuerdos manipulados. Cuanto más tiempo perdemos mirándonos el ombligo, más experiencias nos estamos negando.